dimecres, 27 de maig del 2009

Lalo


*de un ejercicio en el que debían aparecer las palabras:
aguanieve-cabra montés - fraques - azúcar - champúes - pósteres - contratos basura - mánagers - huéspeda - grano de pus.


Sentado en un banco del parque de Winesrot contemplo el sol que por fin aparece de detrás de una brumosa nube. Ya era hora que saliera, son ya casi dos las semanas que el cielo permanece gris y el aguanieve moja las calles. El invierno jamás me gustó y, sentir ahora el tímido calor del sol en mi rostro, me obliga a cerrar los ojos y a sonreír imaginando la inminente llegada de la primavera.
Se me antoja pensar en cuando Lalo vivía. Odio pensar en todo lo de antes. Pero Lalo también esperaba impaciente la primavera y su humor cambiaba repentinamente al ver el primer tallo verde colgando de una rama.
Por aquél entonces yo era un chaval travieso, nunca me estaba quieto, odiaba tener que hacer caso, estudiar y llevarme a pasear era un suplicio puesto que me subía a todas las esculturas que aparecían en el camino, cual cabra montés, haciendo rabiar a Lalo, que tiraba su sombrero al suelo y gritaba: "¡esto no puede ser!”. Y yo reía…
Lalo había sido el marido de mi madre, el segundo marido. Vamos, que no era mi padre ni nada de eso. Mis amigos siempre se fijaban en él y a mi no me gustaba que lo hicieran. Ya me costó a mí lo bastante cuando mamá murió, tener que acostumbrarme a sus sombreros anticuados y a sus fraques demasiado elegantes para la mayoría de ocasiones como para que luego tuviese que aguantar que mis amigos lo aceptaran. Lalo era extraño y serio, era un hombre de costumbres. Le gustaba desayunar siempre a las ocho en punto, meter dos cucharitas de azúcar en su café y en mi café, ducharse, llevarme a la escuela, explicarme alguna curiosidad de la naturaleza (aunque yo no escuchara) y darme un beso en la frente antes de irse. Entonces yo me fijaba siempre en su oreja, donde acostumbraba a tener restos de alguno de los champúes. Siempre compraba los mismos champúes, dos o tres; tenía mucho cuidado de su aspecto, por eso me hacía gracia ese descuido, un punto de imperfección en Lalo. Vaya, y así cada día. Por la noche solo le veía a la hora de cenar. Yo salía todas las tardes a jugar y llegaba tarde, teniendo que aguantar la pertinente bronca.
Luego vino eso de la adolescencia. Yo llenaba de pósteres mi habitación, con personajes que yo idolatraba tanto como Lalo los despreciaba; pasaba mis tardes al lado de la radio, escuchando música y más música, abrazado a mi guitarra. Eso era mi vida por entonces, Lalo no podía entender aquello. Mi formación era autodidacta, Lalo nunca hubiera permitido que yo me dedicara a estudiar algo tan poco "lucrativo" como la música, así que tuve que aceptar varios asquerosos contratos basura de contable y cosas así para tener contento a Lalo y, a la vez, poder pagarme la guitarra y algunos casetes.
Empezaron a llegar mánagers de los aledaños interesándose por mí y Lalo los echaba fuera a gritos. Yo ya no podía más con eso, menos aún que, a pesar de mis ya avanzados diecisiete años, Lalo intentara hacerme creer que María era una huéspeda que se estaba una temporada en casa, una vieja amiga a quién debía un favor. El día en que me gritó que mi vida era más asquerosa que un grano de pus me fui de casa para no volver jamás.